domingo, 9 de febrero de 2014

Te Juro que Te Amo


O

Memorias de una romántica de clóset.

"...aunque sufra este tormento, me quedas tú".
Los Terrícolas.

Durante mucho tiempo creí que era la peor música del mundo. Fue durante los años que siguieron: toda la década siguiente, y la que vino después, cuando el regreso de los grupos románticos se volvió oficial. Esos recuerdos que me perseguían, con el fondo musical de Los Yonic´s o de Los Baby´s o de La Revolución de Emiliano Zapata, regresaron a mí como bofetaditas a todo volúmen, gracias a estaciones como La Z, de reciente creación.

Para entonces, la ola romántica venía recargada: Los Temerarios y Los Piratas del Caribe se dejaban caer sobre mi atormentada mente, de por sí lastimada por Selena y Los Dínamos o Campeche Show. Era un tiempo en que yo ni siquiera soportaba a Juanga.

A diferencia de las canciones de Camilo Sesto, Julio Iglesisa y Manoella Torres, que me traían lo mejor de mi infancia, o la música de Chicago, Neil Diamond o Queen, que me devolvían a mis primeros intereses (los libros, la pintura, el ajedrez), los grupos románticos me recordaban los cuartos semioscuros y vacíos de una casa en obra negra, las tardes de aburrimiento, la lonchería sucia afuera de la ciudad donde me enfermé de vómito y diarrea, echando a perder un viaje, son recuerdos de un cine de provincia donde me aburrí viendo películas de artes marciales, de una arena donde lloré viendo las luchas, o peor aún, en la que vi morir un toro desangrado ante un público sediento de muerte, que aplaudía pidiendo más. 

No venía el mar con esas canciones, ni las albercas ni las puestas del sol, no llegaba la fiesta con piñata y payasos, pero sí llegaban las fiestas de mi papá, con multitudes dentro de una casa recién inaugurada, con desconocidos bailando en el patio, sirviéndose de la pequeña cantina casera que era toda una novedad. Esas fiestas no eran mías, aunque grandes y, en parte, divertidas, no se centraban en mí o en alguno de mis hermanos, eran para mí papá pero tampoco para él en realidad, eran para sus compañeros de trabajo, para sus colaboradores de campaña, para sus subalternos lambiscones o para los que quería agradar para comprometerlos luego.

Esas canciones venían con fotos y cintas de Echeverría saludando, Echeverría prometiendo, Echeverría justificando. Mi padre trabajó en su gobierno en un puesto más o menos (menos que más) influyente, coordinando sindicatos, organizando campañas políticas, estableciendo alianzas. Lo único bueno de esas fiestas es que luego esas canciones cursis daban paso a las de Javier Solis o Emilio Tuero, que mi papá cantaba con su privilegiada voz. Era tan buen anfitrión como buen cantante. Y nadie quería que la fiesta acabara por esas dos razones, así que la fiesta seguía otro día más, volviéndose un círculo vicioso porque otra vez llegaban Los Pasteles Verdes, o peor aún, Rigo Tovar y su Costa Azul. 

Una vez llegaron Los Ángeles Negros. Y no por un tocadiscos. Tuvieron un templete de madera en un extremo del jardín tan cuidado y bonito, maltratándolo un poco, lo que a mí me pareció un crimen (el jardín siempre ha sido mi parte favorita de la casa). 

Ese día hubo más gente que nunca, no era una fiesta cualquiera sino era el cumpleaños de mi papá, coincidiendo con el santo de mi hermana Gloria, en plena Semana Santa. Pero no los recuerdo mucho porque al final yo me subí a dormir. Era lo malo de las fiestas de mi papá, yo sólo vivía los preparativos con los cinco sentidos, el resto de la fiesta lo pasaba semidormida, o despierta por segunda o tercera vez en la noche, así que no siempre estaba con el mejor humor para apreciarlas, pese a que siempre tenía un número especial en un momento de esa noche, cuando me subía a una mesa o una silla para que mi papá presumiera que todos sus hijos cantaban, incluso la más pequeña, la más desenvuelta de todas. Porque la timidez no me abrazaba todavía.

Ese día la fiesta se extendió también más de la cuenta, no sólo fue otro día más, sino un tercero, aunque ya no era fiesta, pero algo de gente seguía aquí, oyendo y cantando cosas como: "...si lo hubieras hecho antes, de partir, si lo hubieras hecho, antes, de sufrir..."

También son recuerdos de carretera. De carreteras interminables sin final, con paisajes que se repetían hasta hacerme perder el interés, hasta preferir quedarme dormida sobre las piernas de alguien, después de llorar por ser regañada, o llorar de aburrimiento, o llorar de calor o por algún calambre. Lo peor de mis viajes infantiles tienen de fondo musical a un órgano tocado sin genio, con notas básicas que acompañan letras todavía más simples como "ya la luna está muy triste", o peor aún: "triángulo, triángulo, triángulo", una de las canciones que más absurdas me parecían. 

Pero sobretodo, esas canciones que hablan de debúts y despedidas, de palabras tristes y de corazones de roca, cantadas con voces feas y sin gran aporte musical, me saben a paredes tapizadas de madera. Porque así era la oficina de mi papá, al más puro estilo setentero, con pesados lockers de archivos y escritorios de metal. Sillones de piel que se me pegaban en las piernas. Son canciones, además, que traen a Esperanza de vuelta. No una esperanza, sino a Esperanza, la secretaria de mi papá, una muchacha bonita y amable, que se portaba muy bien conmigo. Me traía refresco (Orange Crush o Sangría) y cacahuates. Me sonreía mucho, como si la bonita fuera yo y no ella. A mi mamá también le caía muy bien. Nos dolió mucho que muriera, tan joven. No tenía más de 20 o 22 años, con mi papá llegó de diecisiete, directo de su pueblo. Los compadres de mi papá, los señores Águila, eran sus padrinos, y la trajeron del pueblo para que trabajara, se la recomendaron -intencionadamente- a mi papá y él la puso como su secretaria. 

Pero Esperanza no era cualquier chica pueblerina, era educada y con clase, hija de una familia venida a menos pero de educación muy rígida. No volvió a su pueblo ni a ver a sus papás. Se hizo amante de mi papá y se dedicó a pulirlo. Mi mamá sabía de los chismes, por supuesto, pero, todavía más inocente que la chica pueblerina, no los creyó. Todavía lo dice con incredulidad: "¿Cómo iba yo a creer que una muchachita tan bonita se iba a fijar en un viejo?"

Pero no sólo se fijó en él o en su dinero, como todos la acusaban, sino que se enamoró de él. Y él de ella. No sólo era su amante sino la mujer que lo inspiraba para ser más ambicioso y profesional. Lo enseñó a vestir y le enseñó modales, lo convenció de teñirse el pelo y hacerse la manicura en las uñas de manos toscas, manos de obrero que ascendió de operar maquinaria para hacer carreteras, a representante sindical, luego a líder de asociaciones, y luego a secretario de finanzas de la nueva federación que agrupó a todos los sindicatos de trabajadores del estado, con un liderazgo y una base popular tan fuerte que incluso se pudo postular para diputado. Pudo, pero no lo hizo. Negoció con el poder y cedió su fuerza al sistema, que lo traicionó. Nunca se lo perdonaron, ni él ni sus bases. Pero en ese tiempo no se sabía como iban a terminar las cosas y ella era, justamente, su esperanza y su fuerza.

Más adulta que él, ella lo preparaba para la guerra. A diferencia de mi mamá, que se conformó con ser dueña de su casa, Esperanza se adueñó de su hombre y de su causa. Mi padre lo dijo después: "sin ella no hubiera llegado tan lejos, ella me impulsaba".

Pero Esperanza murió de un cáncer fulminante. Y mi mamá y yo lloramos su muerte, sin creerla. Sin saber lo que realmente había sido. No sé cómo mi papá siguió viviendo pero quizá no es coincidencia que poco tiempo después cayó en una trampa y en una crisis laboral, enseguida en una debacle económica de la que ya no se levantó nunca.

Un día me contó de Esperanza, cuando ya me creyó lo suficientemente adulta, contándome de cómo le escogía las corbatas y le enseñaba a anudarlas, a combinarlas. "Tu madre es una gran mujer, pero ni yo supe darle su lugar ni ella sabía cómo darme el mío", dijo, a manera de disculpa.

A eso me saben esas canciones de los grupos románticos de los setentas, a amores clandestinos, a amores a destiempo, a amores inconclusos pero eternos. Ahora ya no me parecen tan malas ni tan insoportables. La verdad, ahora ya hasta me gustan, incluso la de Los Baby´s, tan absurdas (¿que es eso de: "Para mí tú eres negra ya..."?), aún las de Los Terrícolas, con su humor involuntario ("¡Oh, carta de Néstor, ¿qué me dirá?") y me descubro cantando cosas como: "¡No!... ya no quiero nada, nada de este amor, que me diste túuu".