domingo, 1 de noviembre de 2015

La Hacienda


Una de las mejores cosas de la vida es entrar en la que ya es tu casa. Tu casa. No la casa que rentas, no la que habitas como inquilino o huésped, sino tu casa, tu casa propia. Así lo sentí yo y supongo que todavía más mi papá y mi mamá cuando nos salimos de la carretera para seguir por un camino de terracería abriéndose entre los maizales, directo hacia el enorme portal de madera remachada en medio de una barda gigantesca.

Contuvimos la respiración antes de soltar gritos de emoción cuando mi papá dijo: "Esta es". No podíamos creer lo grande que era. Los minutos que nos llevó recorrer ese sendero de tierra en medio de campos de maizales secos fueron los más emocionantes, eran tan grandes nuestras expectativas. Cuando se abrió el portón e ingresamos para ver la construcción no quedamos decepcionados, a pesar de lo pequeña que era comparada con el terreno. Ubicada en el primer tercio del espacio, una pequeña casa de una sola planta, pintada de color salmón y rodeada de baldosas grises, con paredes de cristal en la parte central, nos hizo aplaudir de alegría. Era tan moderna, tan bonita. No podíamos creer que de verdad fuéramos a vivir ahí.

Corrimos como locos a ver su interior, oloroso a pintura recién aplicada, discutiendo por la elección de nuestras habitaciones. Al volver a la entrada de la casa alcancé a oír el diálogo entre mis padres:

-Allá las gallinas, vieja. Y hasta el fondo los chiqueros, vas a ver cuántos vamos a criar. Pero, ¿qué pasa, chaparra? ¿Porque lloras?

-¿Todo es nuestro, amor? ¿Todo esto es nuestro?

Mi mamá trabajaba desde los trece años haciendo labores domésticas, y mi papá era peón desde que tenía memoria. Habían sido quince años de ahorro desde que se casaron para poder adquirir algo propio. La buena suerte los acompañó cuando encontraron esa hacienda en tan buen precio, no podían desaprovechar esa oportunidad y consiguieron el dinero que les faltaba. Viéndolos abrazados, señalando nuestro futuro, supe que esa era la felicidad.

Y entonces sentí el golpe en la nuca. Volteé a la defensiva sin alcanzar a ver a nadie, pero sabía que mis hermanos estaban en la habitación contigua, en la que sería la sala de estar, había estado oyendo sus voces altas y sus risas, así que corrí para devolver el golpe en la primera cabeza que alcanzara, pero cuando estuve ahí los vi por el enorme ventanal, corriendo en los prados. "¿Cómo llegaron tan lejos, tan pronto?", me pregunté, mientras corría, sin lograr avanzar tanto. Pero no me detuve a preguntarles sino que me uní al juego y a la alegría al recorrer nuestra propiedad.

El pasto estaba cuidado, los muros pintados, el altar a la Virgen de Guadalupe, justo al lado del enorme portón y del cuartito del velador, con flores nuevas. Sólo una barda, detrás de la casa, estaba descuidada, con huellas de haber sufrido los efectos del fuego. "¿Hubo una quemazón?", preguntamos, pero el velador no contestó nada y mi papá dijo, para calmar nuestra curiosidad: "Hace un tiempo". Mi mamá urgió para que se pintara pues desentonaba con el resto del aspecto de la propiedad.

En el otro extremo de esa barda estaban los molinos, dos cuartos pequeños con maquinaria, pero el velador dijo que mejor eso lo dejáramos para después. Un trabajador con sombrero había entrado en el último de ellos. Ni mis papás ni el velador, que se adelantaron hacia la casa, lo vieron, sólo nosotros, que alcanzamos a ver como volteaba a vernos antes de entrar. Era anciano, alto, muy erguido, pero sus rasgos no podían verse por la sombra del sombrero.

Cuando empezaba a caer la tarde mi mamá cocinaba algo y los demás jugábamos en el césped, mientras mi papá y un par de trabajadores jóvenes descargaban los muebles que mi papá había mandado traer. Aunque eran de segunda mano estaban en buen estado, y algunos nos parecían muy lujosos. Discutíamos sobre cuáles usaríamos en nuestras habitaciones cuando mi mamá salió furiosa a regañarnos, diciendo que por qué no le hacíamos caso, que no era nuestra burla para que la embromáramos así.

Entramos a lavarnos las manos y nos sentamos a comer lo que preparó sin que pudiéramos convencerla de que no habíamos escuchado que nos llamara y que no habíamos entrado en un gran rato. Ella seguía regañándonos por mentir, que bien que nos oía mientras estábamos en la sala y ella en la cocina, y como no le contestábamos iba a vernos y ya habíamos salido al jardín, sólo para volver a entrar a hacer ruido y volver a ignorarla cuando nos decía que ya estaba la comida.

-Así un par de veces, hasta que salí a regañarlos-, se quejó con mi papá. Él calló nuestras protestas y dio por terminada la discusión, apoyándola en que no era la forma de comportarnos con ella. Guardamos silencio pero continuamos molestos, por el regaño injusto y por la necedad de mamá. Cómo pudo inventar eso.

Seguimos molestos porque mi papá nos prohibió salir, pues se oscureció mientras comíamos. No había luz fuera de la casa, más que la que iluminaba el camino de baldosas que rodeaba la casa, y la que iluminaba el altarcito a la virgen en la entrada, que de tantas veladoras y series de Navidad parecía un pequeño incendio a la distancia. El velador advirtió que no salía de noche y mi papá dijo que era muy raro, que sólo porque era el único que había permanecido más tiempo no lo había cambiado.

-No sé qué le pasa a la gente que no quiere trabajar, no duran, y nadie quiere quedarse en las noches-.

Mi mamá dijo que así eran, que buscaban trabajo rogando a Dios no encontrar. Pero que como sea hacía mucho frío y había mucho viento, y afuera estaba como boca de lobo, que ya no nos dejara salir. Eso terminó por enfadarnos más. Nos fuimos a dormir a regañadientes, sin televisión ni radio no había nada que hacer, y la advertencia de que debíamos que madrugar terminó por convertir la sugerencia en orden. Finalmente había sido un día con muchas emociones y novedades, así que el sueño nos agarró pronto.

Pero el descanso no duró mucho, y el enojo volvió por la impertinencia de mis hermanas, que golpeaban la pared violentamente, como si se aventaran contra ella. Les gritamos, amenazando para que nos dejaran dormir, pero la molestia no paró, así que mi hermano y yo salimos enojados a reclamarles, nos las encontramos saliendo también de su habitación, reclamándonos lo mismo, según ellas, éramos nosotros los que golpeábamos su pared. La discusión despertó a nuestros padres, que no sabían a quién creer. Nos sentaron en la sala, para aclararlo. Mi hermana mayor aprovechó para ir al baño.

Un grito detuvo nuestro pleito. Mi hermana salió del baño asustada, diciendo que algo le había sujetado la mano cuando trató de prender la luz. Entramos pero no había nada, y la burla que le hicimos por miedosa terminó de aliviar el ambiente.

El día siguiente fue normal, así que se nos olvidó lo que había pasado. Sólo mi padre parecía intranquilo.

Sabíamos del trabajo de campo, sabíamos del trabajo de rancho y de trabajo duro, éramos niños todavía, pero ya teníamos tareas pesadas, sin embargo, era nuestra hacienda, aunque pequeña y sencilla, era nuestra, así que trabajábamos con gusto. Las tardes nos encontraban en la sala, tomando atole para combatir el frío, porque helaba, el viento azotaba los cristales de las ventanas con furia, como si quisieran derribarlos o quebrarlos. La puerta principal se abría siempre. Mi papá la reparaba pero siempre se azotaba con el viento, como si alguien la empujara. Yo tenía la sensación de que alguien nos observaba desde afuera, pero era imposible comprobarlo, fuera de las baldosas medianamente iluminadas con los focos exteriores, la oscuridad era total. Además, ¿quién podría ser?El velador ya no estaba, se fue al siguiente día que llegamos, y los trabajadores se iban antes de que oscureciera, mi papá los acercaba a la carretera y ahí esperaban un camión. No había forma de convencerlos de que se quedaran ni a cenar o a beber una cerveza. La única vez que se quedaron un poco más, fue cuando vino un cura a bendecir la casa. Mi papá presumía de ser ateo, pero no discutió cuando mi mamá propuso la bendición, siendo los trabajadores los más entusiasmados con eso.

Los golpes en la pared se repitieron varias veces en las noches siguientes, y la experiencia de sentir que algo o alguien tratara de impedir prender la luz del baño la vivimos algunos más, pero unos a otros nos dábamos explicaciones que intentaban convencernos de que no era nada, que las cosas que pasaban tenían una explicación lógica. Hablábamos de eso justo aquella tarde, ya que mi papá había vuelto de dejar a un trabajador a la población cercana para recibir atención médica, después de un accidente de trabajo en el que había perdido el brazo. 

El trabajador decía que estaba en el molino cuando oyó un silbido, al voltear vio en la puerta, la silueta recortada de un hombre alto y delgado con sombrero. Cuando preguntaba, extrañado, qué hacía ahí, el hombre se acercó y lo aventó al molino. Alcanzó a sujetarse y a ver que era un anciano. Pero ningún anciano trabajaba con mi padre, así que lo tomó como un desvarío del trabajador, ante el susto de su herida y la pérdida de sangre. Entonces recordamos el primer día que vimos a uno entrando en los molinos y se lo comentamos. Mi papá parecía muy preocupado pero mi mamá lo tranquilizó como hacía con nosotros. Envió a mi hermana pequeña a ponerse la piyama y lavarse los dientes, y papá aprovechó para ponernos al tanto de lo que se decía de nuestra pequeña hacienda. 

Decían que estaba maldita desde un incendio hace años, en el lado que la barda lucía ahumada, lo raro es que esa barda había sido pintada varias veces y la mancha renegrida volvía a aparecer. Una semana antes de que llegáramos, otro trabajador había contado la misma historia del hombre con sombrero que silbó desde la puerta, para luego arrojarse contra él, tratando de aventarlo al molino, sólo que la herida de ese trabajador había sido más leve. Mi papá no había creído ninguna de esas historias y pensaba que entre todos se convencían que ahí espantaban, especialmente por el velador, que no paraba de decirlo, pero le fastidiaba como eso iba a afectar a la hacienda. Cómo si no tuviera ya suficientes problemas con las deudas que significaba. 

Mi padre había invertido todo lo que tenía, además de endeudarse por varias partes para poder comprarla y echarla a andar. Todos guardamos silencio, entendiendo su preocupación, cuando nos sobresaltó un grito de terror.

Corrimos hacia el baño encontrando en la puerta a mi hermanita, con el dorso de la mano sangrando. Cuando por fin pudo hablar, superando el susto y el dolor, nos dijo que algo le había agarrado la mano cuando quiso prender la luz, y cuando se trató de zafar le clavó las uñas, desgarrándola.

La impresión nos dejó mudos, no supimos ni siquiera consolarla ni tranquilizarla. Y no tuvimos tiempo, tampoco. El viento golpeó tan fuerte las ventanas y las puertas que parecía que iba a derribarlas. La puerta se abrió de golpe y mi papá corrió a cerrarla. Pero apenas regresaba a sentarse con nosotros en la sala cuando se oyeron unos pasos por las baldosas. Eran los pasos de dos personas, un hombre y una mujer que caminaba en tacones, eran pasos rápidos, enérgicos, como de personas con prisa. Volteamos al mismo tiempo hacia los ventanales pero no vimos a nadie, a pesar de que los focos externos iluminaban el camino de concreto. Sin embargo, los pasos se escuchaban claramente, recorriendo la distancia hacia la puerta de entrada.

La puerta volvió a abrirse de la misma manera que antes, pero supimos que no era el viento porque escuchamos como entraban. Los pasos se oían ahora en el interior de la casa, en dirección a nosotros. El horror que sentimos era indescriptible, y aumentaba conforme los pasos avanzaron hacia donde estábamos, nadie pudo decir nada, permanecimos en nuestros asientos tomándonos de las manos mientras caminaban rodeándonos. 

Tras instantes que nos parecieron eternos, así como llegaron se fueron, con la misma prisa y la misma energía. Después de rodearnos se dirigieron a la salida, y rodearon la casa de la misma forma en que llegaron, hasta que el sonido de sus pasos se perdió, llevándose el viento con ellos. 

Hasta entonces hablamos, llorando a gritos, desesperados. Mi papá cerró la puerta ordenándonos entrar a su habitación, cubrió todas las posibles entradas con muebles mientras mi mamá nos juntaba en su cama, tratando de calmar nuestro llanto. Mi papá se nos unió casi enseguida y también trató de calmarnos, pero nuestro llanto era demencial, inconsolable, ahogaba todas las palabras, se escuchaba en todos los rincones, como si se multiplicara. Y es que no era nuestro.

Llegó un momento en que nos dimos cuenta que ese ruido no lo hacíamos nosotros. Uno a uno nos fuimos calmando hasta quedarnos callados, oyendo el llanto enloquecedor que se oía fuera de nuestra habitación, donde parecía haber una multitud doliente, llorosa. El miedo nos volvió a paralizar y fue mi mamá la que reaccionó y nos pidió que oráramos, que oráramos en voz alta, gritando, para no oír ese llanto multitudinario que se volvía más numeroso y más fuerte. 

Y rezamos en voz alta el Padre Nuestro y el Ave María. Alzábamos la voz hasta casi gritar, para ahogar los sollozos y los aullidos de dolor de afuera. Y logramos anularlos. Ya sólo oíamos nuestros rezos acompasados, como si alguien los dirigiera. Como si alguien dirigiera a una gran orquesta de rezos. Lloramos en silencio, aterrados, al oír el eco de nuestras oraciones. Eran ellos, rezando más fuerte que nosotros. Eran decenas, cientos de voces murmurando en éxtasis religioso. Entonces mi papá explotó. 

Comenzó a gritar que se callaran, que nos dejaran en paz, que no iban a hacerle nada a sus hijos porque antes tenían que pasar encima de él. Y de su boca salieron todos los improperios que conocía, todas las vulgaridades que oyó en su vida, afuera de las cantinas, o en la voz de su padrastro, del maestro que los golpeaba en la escuela, de sus primos más grandes que él, que se burlaban y aprovechaban de que era más pequeño y huérfano de padre. Todas las groserías que recibió, todas las que había dicho a espaldas de su madre y de su esposa. Las gritó con coraje, con odio, con necesidad de amedrentar a esos que nos asustaban. Y yo comencé a gritar con él, repitiendo lo que decía, complementándolo con las que yo me sabía, con las que decían mis compañeros de la escuela y las que escuchaba con los camioneros, con los transportistas, con los estibadores con quienes trabajaba después de la escuela. Y mi hermana mayor empezó a gritar también, todas las que siempre había querido decir, las que le decían las otras niñas de su clase, que la despreciaban por sus zapatos, por su vestido, por sus trenzas. Y mi mamá también dijo las que había oído de todos esos hombres que se sentían con derecho a ofenderla y acosarla. Y todos gritamos ofensas, para advertirles que no teníamos miedo.

Pero sí teníamos. Sobretodo cuando todos ellos devolvieron, uno a uno, nuestros insultos. Y muchos más. Las obscenidades que nos decían eran tan fuertes que lograron asustarnos nuevamente, después del momento de ira. Eran muchas voces, y cada una de ellas superaba en agresividad a todas las nuestras. Las cosas que decían de mis hermanas, incluyendo a las más pequeñas, me horrorizó. Y a ellas más. Pero fue empeorando. Que nos callarámos no los detuvo. Parecían estar detrás de la puerta, a punto de vencerla. Golpeaban y empujaban la puerta con una violencia terrible, al tiempo que con insultos nos amenazaban de todo lo que pensaban hacer con nosotros. Golpeaban las paredes y rompían los cristales, arrojaban los muebles y pateaban por todas partes. No fuimos capaces más que de juntarnos todos sobre la cama, envolviéndonos unos a otros, formando un ovillo con nuestros cuerpos, esperando a que entraran y nos destrozaran.

No supimos cuando paró. Despertamos cuando la luz del día entraba por las ventanas, sin saber la hora, el cielo estaba tan nublado que era imposible distinguir si era la mañana o la tarde. Tardamos en decidir asomarnos. Mi padre, por supuesto, el primero, regresando para decirnos que podíamos salir, que todo estaba en calma. Aunque nos lo advirtió, nos sorprendió que todo estuviera en su lugar, sin nada del destrozo que todo el infernal ruido anunciaba. Salimos corriendo y nos subimos a la camioneta, pensando en salir para siempre de ese lugar. 

Pero la salida no fue sencilla. El laberinto que formaban los maizales no nos permitía llegar a la carretera. La tormenta anunciada llegó, junto con la noche, encontrándonos sin hallar el camino. La copiosa lluvia impedía ver más allá de unos metros, el limpiaparabrisas no respondía y mi papá tenía que ir muy lento entre los caminos estrechos que cruzaban los maizales, veíamos con angustia como la noche se iba imponiendo, hasta llegar a una absoluta oscuridad apenas rota por las luces del auto. Cuando advertimos la silueta larga y delgada de un hombre con sombrero, todos gritamos. 

Pero resultó ser la silueta de un espantapájaros. 

Tras evitarlo mi papá encontró el camino y suspiramos cuando vimos, a lo lejos, los faros de los automóviles que circulaban por la carretera. La lluvia paró y pudimos transitar sin problemas. Ya en el camino mi papá nos fue contando lo que sabía de ahí. 

Le habían contado que hace mucho tiempo fue un convento, como en tiempos de la inquisición. Que sus últimos dueños habían muerto en un incendio, que no había vuelto a habitarse. El velador nunca entraba a la casa y, de hecho, nunca caminaba al otro mitad del terreno, por eso su cuartito y su altar estaban después de la puerta. Él lo puso al tanto de todo desde que fue a ver la propiedad para comprarla pero no le creyó, y no iba a perderse de tan buena oferta. Nos pidió perdón por lo que vivimos pero dijo que no podía dejar la hacienda, que todo lo que tenía estaba invertido ahí y que dependía de su producción para salir de deudas.

Mamá no se recuperó de la impresión ni volvió a estar de acuerdo con mi papá, enfermó y murió poco tiempo después. Mi papá nunca pudo sobreponerse a su pérdida, ni a la bancarrota, su obsesión por la hacienda lo acabó, esta nunca pudo producir por falta de mano de obra, y tampoco pudo ser vendida, la única salida que encontró fue el alcohol, sólo así lograba olvidarse de todo. Yo volví a trabajar en la Central de abastos, en lo que salía. Los hermanos nos repartimos en varias casas, con familiares y padrinos, crecimos desperdigados, separados.  Hace años que no los veo. Mucho tuvo que ver que me empeñara en salvar la hacienda, pero es que... fue muy poco tiempo que fui feliz ahí, pero fue la última vez que fui feliz, ¿sabe? Recuerdo a mi padre y a mi madre abrazados, planeando como repartir el terreno. Y creo que esos sueños se deben cumplir. Por ellos, y por mis hermanos. Hemos sufrido mucho, mis papás perdieron todo. Y por nada. Porque al final, no nos hicieron nada. Es lo que no entienden mis hermanos, dicen que nunca van a volver ahí, pero yo quiero probarles que sí podemos, que sí se puede. Total, si hay que pactar con lo que hay ahí, pues pactamos, ¿no cree?

Miré a mi interlocutor, sentado en el asiento de copiloto, y hasta entonces me arrepentí de haber aceptado llevarlo conmigo. Lo acababa de conocer y me pareció que podía hacerme menos tedioso el camino; cuando empezó a contarme su historia, y la historia de su hacienda, me pareció entretenido, pero esto último que dijo me puso inquieto: o era un loco o era un fanático. Estaba decidiendo qué hacer y cómo manejarlo, cuando me dijo con un tono de alarma: -Si ve la figura de un hombre con sombrero no pare, no frene-. 

-¿Qué?

-Que no vaya a parar, le va a pedir que pare, pero no lo haga, nunca hay que parar.  Es un tipo alto, flaco, muy erguido, con sombrero. Viejo, es muy viejo.

Con sobresalto fijé mi vista en la carretera. Y entonces lo vi, justo como lo describió. Entre la lluvia y las luces del automóvil, se recortaba la silueta de un hombre alto, muy delgado, con sombrero. Mi acompañante volvió a decir en voz baja, temblorosa de miedo: -No pare-.

Le obedecí. No paré. No frené. Seguimos de largo ignorando su petición de ayuda. Pero cuando miré por el retrovisor pude verlo sentado en el asiento trasero de mi auto, mirándome.



(Otro cuentito de Día de Muertos está aquí: Calaveras y Diablitos)