Lo malo de ser un ícono de la moda es la voluble memoria de los medios: la imagen del Emperador desfilando desnudo ante sus burlones súbditos (los mismos que unos minutos antes lo aclamaban) se repitió en cada revista, en cada periódico y, lo que es peor, en todos los canales de televisión y en las páginas del internet. La magia de las nuevas tecnologías permitía repetir, adelantar, regresar y congelar cada paso del Emperador envuelto en su propia pálida piel, deteniéndose y acercándose en cada imperfección del cuerpo de Su Alteza. El zoom inclemente sobre imperceptibles verrugas, barritos y estrías dio como resultado ser motivo de comentarios ácidos en las transmisiones y crónicas de recepciones sociales; e incluso, de alusiones en campañas publicitarias de productos cosméticos.
Quedaron en el olvido los tres años consecutivos que encabezó la lista de los reyes mejor vestidos de la revista Realidades; el suntuoso traje de hojas de oro que llevó al bicentenario de la Catedral Mayor, y que fue tan elogiado; las modas que impuso de no abotonarse el último botón del saco, de llevar faja con el esmoquin (debido a su cada vez más prominente abdómen), y de afeitarse totalmente la cabeza, adelantándose a la inminente calvicie. Su ejemplo había sido siempre aceptado como muestra de elegancia, además de imitado sin reserva. Pero ahora, considerado némesis de la moda, no le había servido renovar su guardarropa completo con los diseñadores más afamados. Cada hilo, cada color, cada estampado que él usaba era rechazado y relegado del gusto de las masas.
Uno a uno los diseñadores de renombre fueron desligándose de su persona, pues la asociación de sus diseños con la persona del rey era suicidio comercial garantizado. Tampoco había servido sacar a la luz contratos que otros miembros de la aristocracia habían firmado con los fraudulentos sastres, ni exhibir los videos con los rostros de quienes lo habían aplaudido antes de que esos odiosos e impertinentes chiquillos comenzaran a gritar que estaba desnudo. Nada funcionó. Nada levantaba su imagen en las encuestas de opinión y en las consultas ciudadanas. Tampoco ayudó el hecho de que en cada intento de mejorar su guardarropa, había un incremento en los impuestos. Aunque el Emperador pensaba que recuperar su posición de artífice del buen gusto era prioridad de la nación, y que su amado pueblo comprendía la importancia de ello, sus índices de popularidad se mantenían en el último lugar del ranking.
Desesperado por la situación, convocó a una nueva reunión urgente de su gabinete para discutir el problema y encontrar una solución definitiva.
-Lo que su majestad requiere -se escuchó una voz pedante, levantándose entre la tormenta de opiniones- es una actitud provocadora, polémica y desafiante; que diga: "Este soy yo, y si no te gusta, es tu problema".
Todos voltearon hacia la persona que había hablado de ese modo. Contrario a la potencia y a la autoridad que la voz presumía, la figura de ese personaje se antojaba hilarante. Menuda y ridículamente delgada, la personita se erguía con extraño y peculiar garbo; sus ademanes eran seguros y enérgicos, y mientras avanzaba con parsimonia, con deliberadamente lentitud, miraba a su alrededor fijando su vista en cada par de ojos que lo examinaba, hasta que se aseguró de contar con la total atención de todos los presentes.
Cuando estuvo frente al Emperador, extendió una tarjeta:
"Brandon Trust. Asesor de Imagen, Consultor y Publirrelacionista".
Repitió lo que estaba escrito en la tarjeta de presentación al tiempo que estiraba la mano ante el Emperador, que la estrechó sin detenerse a pensar que era una grave falta al protocolo. El sr. Trust le correspondió con un apretón firme, sólido y breve, que el Emperador calificó como el apretón de manos más confiable que había recibido, sin detenerse a pensar, tampoco, que en realidad nunca había recibido otro.
Dueño de la situación, el Sr. Trust lo apuntó con un dedo índice intimidante.
-Usted ha sido muy condescendiente, Señor Emperador. Le ha dado a sus contrarios una ventaja inmensa: ha demostrado vulnerabilidad, falibilidad, inseguridad, y lo que es peor: humildad.
-¿Yo? -preguntó el Emperador con timidez culpable, apenado por ser descubierto en falta-.
-Sí, usted. Ha actuado como si les diera la razón. Qué efectivamente fue un error, qué se equivocó, qué permitió que lo embaucaran.
-Me embaucaron -dijo el Emperador, alzando levemente los brazos con las palmas de la manos hacia arriba, derrotado-.
-No señor -replicó el Asesor de imagen-. Ahí es donde usted se equivoca: Usted es el Emperador. La representación de los dioses sobre la tierra. Usted puede hacer que amanezca a la mitad de la noche. Usted puede cambiar el sentido de las ríos. Usted fija las leyes. Usted no puede ser embaucado.
-Pero... lo hicieron -confirmó un Emperador confundido-.
-¡No! Usted no fue embaucado. Usted decidió salir desnudo esa tarde.
-¿Yo? -preguntó el Emperador dando un paso atrás, abrumado ante la sorpresa.
-¡Sí! ¡Usted!. Usted sabía que esa tela no existía. Que no había traje. Que no necesitaba ningún traje porque a usted lo viste el poder. Lo cubre y lo abriga la fortuna, la divinidad, la excelencia. Lo envuelve la música y la poesía. Lo arropa la magia y la sabiduría. El fuego de la pasión. De la pasión por gobernar a su pueblo. Y eso es lo que quería demostrar esa tarde. Eso es lo que vieron sus súbditos: un gobernante que no necesita cubrir su gloria, su esplendor y su infinita fortaleza. Un gobernante envuelto en su propia magnificencia. ¿O acaso no es usted así, señor Emperador?
-Sí... así soy yo -respondió asintiendo con la cabeza, asombrado por el descubrimiento-. Justamente así soy soy yo -sostuvo irguiéndose orgulloso, ya plenamente convencido-.
-Ahora, en vez de disculparse, lo que debe hacer es reafirmar su posición, dejarles en claro que es lo que quiere usted mostrar, lo que van a ver en usted de ahora en adelante: ¡la majestad imperial en todo su esplendor! ¡El poder al desnudo! -remató concluyente el sr. Trust, contagiando de entusiasmo a todo el Consejo Real, pudiéndose escuchar en todo el castillo los atronadores aplausos-.
El primer paso fue la portada de la revista Vanity Fair, con la fotografía del Emperador sin nada de ropa, sujetando el cetro estratégicamente para que sólo cubriera sus partes más imperiales. En las páginas interiores, en entrevista, afirmaba que el destape de aquella tarde había sido intencional, y que el escándalo por el supuesto traje no era más que un ardid publicitario para convocar la atención de todo el mundo y dar a conocer su nuevo estilo. Y que después de todo ese tiempo de observación y análisis de las diversas reacciones, comprobaba que el mundo estaba preparado para su nuevo estilo, con el que reafirmaba que no tenía nada que ocultar.
A partir de ese momento empezó a exhibirse totalmente desnudo en recepciones, eventos y actos públicos. Y tal cual había ocurrido antes, cuando descubriera por completo su cabeza, su estilo comenzó a imitarse entre aristócratas y plebeyos.
El Emperador recuperó su dignidad y su lugar predominante entre las personalidades de la moda. El sr. Trust recibió el título de Caballero Consultor de la Imagen Real, y el pueblo volvió a sentirse orgulloso de su gobernante. Aunque sus impuestos siguieron elevándose, pues si bien el Emperador dejó de gastar en trajes espléndidos, los nuevos requerimientos reales comprendían astringentes, humectantes, exfoliadores, tonificadores, tratamientos de coenzima Q10, de componentes AHA, FPS, botox, colágeno, antioxidantes...
Quedaron en el olvido los tres años consecutivos que encabezó la lista de los reyes mejor vestidos de la revista Realidades; el suntuoso traje de hojas de oro que llevó al bicentenario de la Catedral Mayor, y que fue tan elogiado; las modas que impuso de no abotonarse el último botón del saco, de llevar faja con el esmoquin (debido a su cada vez más prominente abdómen), y de afeitarse totalmente la cabeza, adelantándose a la inminente calvicie. Su ejemplo había sido siempre aceptado como muestra de elegancia, además de imitado sin reserva. Pero ahora, considerado némesis de la moda, no le había servido renovar su guardarropa completo con los diseñadores más afamados. Cada hilo, cada color, cada estampado que él usaba era rechazado y relegado del gusto de las masas.
Uno a uno los diseñadores de renombre fueron desligándose de su persona, pues la asociación de sus diseños con la persona del rey era suicidio comercial garantizado. Tampoco había servido sacar a la luz contratos que otros miembros de la aristocracia habían firmado con los fraudulentos sastres, ni exhibir los videos con los rostros de quienes lo habían aplaudido antes de que esos odiosos e impertinentes chiquillos comenzaran a gritar que estaba desnudo. Nada funcionó. Nada levantaba su imagen en las encuestas de opinión y en las consultas ciudadanas. Tampoco ayudó el hecho de que en cada intento de mejorar su guardarropa, había un incremento en los impuestos. Aunque el Emperador pensaba que recuperar su posición de artífice del buen gusto era prioridad de la nación, y que su amado pueblo comprendía la importancia de ello, sus índices de popularidad se mantenían en el último lugar del ranking.
Desesperado por la situación, convocó a una nueva reunión urgente de su gabinete para discutir el problema y encontrar una solución definitiva.
-Lo que su majestad requiere -se escuchó una voz pedante, levantándose entre la tormenta de opiniones- es una actitud provocadora, polémica y desafiante; que diga: "Este soy yo, y si no te gusta, es tu problema".
Todos voltearon hacia la persona que había hablado de ese modo. Contrario a la potencia y a la autoridad que la voz presumía, la figura de ese personaje se antojaba hilarante. Menuda y ridículamente delgada, la personita se erguía con extraño y peculiar garbo; sus ademanes eran seguros y enérgicos, y mientras avanzaba con parsimonia, con deliberadamente lentitud, miraba a su alrededor fijando su vista en cada par de ojos que lo examinaba, hasta que se aseguró de contar con la total atención de todos los presentes.
Cuando estuvo frente al Emperador, extendió una tarjeta:
"Brandon Trust. Asesor de Imagen, Consultor y Publirrelacionista".
Repitió lo que estaba escrito en la tarjeta de presentación al tiempo que estiraba la mano ante el Emperador, que la estrechó sin detenerse a pensar que era una grave falta al protocolo. El sr. Trust le correspondió con un apretón firme, sólido y breve, que el Emperador calificó como el apretón de manos más confiable que había recibido, sin detenerse a pensar, tampoco, que en realidad nunca había recibido otro.
Dueño de la situación, el Sr. Trust lo apuntó con un dedo índice intimidante.
-Usted ha sido muy condescendiente, Señor Emperador. Le ha dado a sus contrarios una ventaja inmensa: ha demostrado vulnerabilidad, falibilidad, inseguridad, y lo que es peor: humildad.
-¿Yo? -preguntó el Emperador con timidez culpable, apenado por ser descubierto en falta-.
-Sí, usted. Ha actuado como si les diera la razón. Qué efectivamente fue un error, qué se equivocó, qué permitió que lo embaucaran.
-Me embaucaron -dijo el Emperador, alzando levemente los brazos con las palmas de la manos hacia arriba, derrotado-.
-No señor -replicó el Asesor de imagen-. Ahí es donde usted se equivoca: Usted es el Emperador. La representación de los dioses sobre la tierra. Usted puede hacer que amanezca a la mitad de la noche. Usted puede cambiar el sentido de las ríos. Usted fija las leyes. Usted no puede ser embaucado.
-Pero... lo hicieron -confirmó un Emperador confundido-.
-¡No! Usted no fue embaucado. Usted decidió salir desnudo esa tarde.
-¿Yo? -preguntó el Emperador dando un paso atrás, abrumado ante la sorpresa.
-¡Sí! ¡Usted!. Usted sabía que esa tela no existía. Que no había traje. Que no necesitaba ningún traje porque a usted lo viste el poder. Lo cubre y lo abriga la fortuna, la divinidad, la excelencia. Lo envuelve la música y la poesía. Lo arropa la magia y la sabiduría. El fuego de la pasión. De la pasión por gobernar a su pueblo. Y eso es lo que quería demostrar esa tarde. Eso es lo que vieron sus súbditos: un gobernante que no necesita cubrir su gloria, su esplendor y su infinita fortaleza. Un gobernante envuelto en su propia magnificencia. ¿O acaso no es usted así, señor Emperador?
-Sí... así soy yo -respondió asintiendo con la cabeza, asombrado por el descubrimiento-. Justamente así soy soy yo -sostuvo irguiéndose orgulloso, ya plenamente convencido-.
-Ahora, en vez de disculparse, lo que debe hacer es reafirmar su posición, dejarles en claro que es lo que quiere usted mostrar, lo que van a ver en usted de ahora en adelante: ¡la majestad imperial en todo su esplendor! ¡El poder al desnudo! -remató concluyente el sr. Trust, contagiando de entusiasmo a todo el Consejo Real, pudiéndose escuchar en todo el castillo los atronadores aplausos-.
El primer paso fue la portada de la revista Vanity Fair, con la fotografía del Emperador sin nada de ropa, sujetando el cetro estratégicamente para que sólo cubriera sus partes más imperiales. En las páginas interiores, en entrevista, afirmaba que el destape de aquella tarde había sido intencional, y que el escándalo por el supuesto traje no era más que un ardid publicitario para convocar la atención de todo el mundo y dar a conocer su nuevo estilo. Y que después de todo ese tiempo de observación y análisis de las diversas reacciones, comprobaba que el mundo estaba preparado para su nuevo estilo, con el que reafirmaba que no tenía nada que ocultar.
A partir de ese momento empezó a exhibirse totalmente desnudo en recepciones, eventos y actos públicos. Y tal cual había ocurrido antes, cuando descubriera por completo su cabeza, su estilo comenzó a imitarse entre aristócratas y plebeyos.
El Emperador recuperó su dignidad y su lugar predominante entre las personalidades de la moda. El sr. Trust recibió el título de Caballero Consultor de la Imagen Real, y el pueblo volvió a sentirse orgulloso de su gobernante. Aunque sus impuestos siguieron elevándose, pues si bien el Emperador dejó de gastar en trajes espléndidos, los nuevos requerimientos reales comprendían astringentes, humectantes, exfoliadores, tonificadores, tratamientos de coenzima Q10, de componentes AHA, FPS, botox, colágeno, antioxidantes...