Con su compermiso, la Egoteca anuncia su apertura. Sé que sabrán disculpar el ejercicio de inmodestia.
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El Diablo vino a la Ciudad de México en el ‘52.
Durante la campaña presidencial de Ruiz Cortínez, los carteles con la foto del futuro presidente competían por la atención de los capitalinos, con los volantes que advertían a los padres de no dejar salir a sus hijas porque el diablo andaba suelto.
Todo el mundo sabía de alguna jovencita de moral distraída -de esas que suspiraban por Pedro Infante, que gustaban de bailar cha-cha-chá y que aceptaban salir con sus pretendientes a tomar un helado- que, tras haber aceptado los galanteos de un hombre de aspecto elegante, descubría, demasiado tarde, que debajo de la fina tela del pantalón sobresalían una pata de cabra y otra de gallo. Por supuesto, a la desafortunada muchacha no se le volvía a ver.
Se la había llevado el diablo.
La imagen del suelo quebrado, agreste y marchito, desecado por la falta de humedad, con grietas profundas, ramificadas en toda la extensión del terreno erosionado a causa de una severa sequía, debajo de cadáveres de árboles extintos, debajo de un sol violento y rabioso, inconmovible; imagen que anuncia la muerte, el hambre y la sed; que habla de cosechas perdidas, de animales deshidratados y moribundos, de niños sin fuerza para llorar de sed, de comunidades enteras desprovistas de sustento básico. Y sin embargo, es uno de los paisajes que me parecen más hermosos. Extasiada ante el poderío de una naturaleza inclemente, me siento culpable de sentir placer ante lo que implica la desgracia de otros.
Pienso también en la belleza salvaje de la tormenta que se divierte con una embarcación que de pronto se sabe frágil; en la exuberancia del tornado que dobla tanto la voluntad y la gallardía de los árboles, como la arrogancia de construcciones humanas; en la ola colosal inundando ciudades, reclamando el espacio que sabe le pertenece. En los músculos largos y tensos del depredador felino al saltar sobre la etérea gacela, tras la danza de su frustrada huída, de la sangre rojo enardecido brotando del cuello lacerado. La gracia de la caída del cóndor sobre un minúsculo roedor; la terrible ferocidad del cocodrilo sacudiendo la cría de capiwara que aprisiona entre sus hileras de fatales dientes.
¿Soy culpable? ¿Es esto lo que sienten los espectadores de películas snuff, las mismas que a mí me horroriza el sólo hecho de pensar que existen? ¿Es belleza lo que percibe aquel que roza con sus labios, la cicatriz del vientre de su amada? ¿Es goce estético el de esa misma persona, al observar la grabación del momento en que nace su hijo? ¿Busca lo bello el que asiste a un espectáculo de sexo en vivo? ¿Lo encuentra? ¿Se halla belleza en los ojos húmedos de una mirada huérfana de afecto?
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Y de esa búsqueda incesante, estéril, frenética de la belleza en el cuerpo humano. No en el cuerpo amado. No en los labios cuyo sabor se reconoce, no en los muslos que invitan a descubrir o a perpetuar el placer, no en el cuello que se estremece al aliento. Sino en el cuerpo marcado con tinta negra, localizando los puntos a invadir y seccionar; en el cuerpo cuya carne se amasa, se drena, se jala, se troza y se rellena hasta hacerlo encajar en el molde del canon actual. Senos de anómala redondez e inmunes a la acción de la gravedad; narices limadas con percepción restringida de olores; colágeno que opone resistencia al beso; grasa que emigra hacia pantorrillas, pómulos o glúteos; costillas extraídas sin que den vida al ser complementario. Y nuevos Frankensteins salen de clínicas privadas, orgullosos de no ser lo que son, de la negativa y rechazo a sus genes.
El uniforme actual no sólo incluye el mismo modelo de pantalón de mezclilla, también precisa de la misma talla de nariz y escote; de la juventud que se eterniza a fuerza de botox e inexpresión facial. Que exige el riesgo de traer gelatina, aceite o silicona industrial debajo de la piel. Que obliga a niñas de nueve años a vomitar el almuerzo para suprimir la curva del vientre o a consumir esteroides para abundar las de las caderas.
¿Qué tipo de belleza encuentra en su reflejo, la joven de 34 kilos que sigue negándose a comer? ¿O quién ya no reconoce su rostro? ¿Qué se tendrá que hacer después de que este prototipo de belleza pase de moda? ¿Qué motivación tiene el que sólo encuentra una persona en el espejo? No una utilidad, no una mercancía para ofertar, no una razón para alimentar el ego. Sólo una persona.
Y su sola belleza particular.
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El Mundo raro que habita en sus canciones.
Resignificaciones.