Mis muertos se me aparecen impertinentes. Cuando necesito descansar, cuando necesito ser formal, cuando necesito ser normal. Vienen y se van, dejándome en el desconcierto. En la culpa, en la frustración.
Vienen en sueños y se van antes de que empiece a gozarlos, obligándome a despertar, insatisfecha. Vienen en pesadillas y se van hasta que lograron asustarme, hundirme en el vacío. Vienen envueltos en una sábana de nostalgia y me dejan con los ojos aguados, con las mejillas húmedas. Vienen y no llegan, sólo se anuncian, sólo me hacen esperar.
A veces llegan con risas. Me hacen llorar de risa, llorar de gusto, de melancolía. Eran simpáticos de vivos, ingeniosos, inteligentes como niños que crecen descubriendo el mundo. Y se fueron muy pronto, me dejaron muy pronto, sin herramientas para adaptarme a esta soledad.
Llegan solos, turnándose para desencajarme. No saben uno del otro, se fueron sin saber la desolación en que me dejaban, sin saber la complicidad que tienen ni el lugar que comparten sobre el colorido papel picado en mi ofrenda.
Al lado del plato de mole con pollo y el vaso con mezcal que habrían sabido compartir.