¿Qué es en lo primero que piensas cuando planeas festejar las fiestas patrias?... en tu compromiso con México, claro (y yo también, ¿eh?... ¡ajá!), en la confianza en nuestras instituciones, sí, lo sé; en el ejemplo de nuestros héroes y la importancia de la unión de todos los mexicanos... y shalalá. Pero seguro que al planear tu fiesta mexicana la principal cuestión es la comida con que acompañarás los brindis por nuestra nación. Y mientras es posible que para la bebida que se consumirá en esa noche mexicana, sólo dudes entre tequila, mezcal o cerveza, para el menú sí se abre un bonito abanico de posibilidades: un pozolito, unos tamales, tostadas, una birria, tacos de guisado, gorditas de masa, chiles en nogada, mole poblano, cecina, buñuelos con miel... entre otras muchas opciones para alegrar la panza y el espíritu (no en balde, reza la sabiduría popular que barriga llena, corazón contento).
Pues es curioso como muchos de estas muestras de nuestra comida típica, están tan ligadas a la historia, y con ella, a los motivos de los festejos, cerrando un ciclo suculento. Algunos tienen un origen interesante, y el de otros, francamente sorprendente.
Es el caso del primero del que hablaremos, que es también, uno de los más representativos de estas fiestas: el pozole.
Se dice que a todo cerdo le llega su San Martín, y aunque este refrán es de origen español y habla sobre la costumbre de que el día de San Martín era el día de la matanza de cerdos para obtener su carne, su piel y su grasa para el abastecimiento, y se usa para decir que a todos nos llega el tiempo para rendir cuentas por nuestros actos, queda también para introducirnos en la elaboración de este platillo, que utiliza preferentemente la carne de cerdo como ingrediente, para añadirse a una sopa de caldo picante, con maíces de la variante cacahuazintle, que al cocerse se abre como una flor, lo que en conjunto da la apariencia de espuma; de ahí su nombre, pues pozolli, en náhuatl significa "espumoso". El maíz se relaciona con varias supersticiones aztecas, pues antes de echarse a la olla debía exhalarse sobre él, para alentar su cocimiento; también se decía que si alguien ignoraba a los granos esparcidos en el suelo, sin levantarlos, el maíz se quejaría de esa persona delante de Dios, sintiéndose injuriado; otra leyenda decía que si un niño ansioso e impaciente comía de la olla del guiso o metía sus manos en ella, sus padres lo advertían diciendo que nunca sería venturoso en la guerra y no capturaría a nadie. Esto, como se verá enseguida, tiene mucho que ver con el pozole, cuyo nombre original en épocas prehispánicas era tlacatlaholli, y era también parte de una ceremonia: la de los sacrificios rituales.
Los prisioneros de guerra eran sacrificados para ofrecer su corazón a Huitzilopochtli, en una pirámide trunca, después de esto se tiraban los cuerpos escaleras abajo, donde eran desollados por los sacerdotes que se cubrían con esa piel para imitar al dios de la guerra, y el resto del cuerpo era destazado, hervido con el maíz y ofrecido en caxete (tazón de barro) a la familia del guerrero vencedor, después de que se sirviera un plato para el Emperador Moctezuma con un muslo del guerrero sacrificado. Hay versiones de que estos sacrificios, y especialmente el canibalismo, fueron una invención de los españoles para justificar la invasión y el avasallamiento de la cultura nativa, desde un punto de vista etnocentrista que avalaba la supremacía de la cultura europea; sin embargo, están innegablemente documentados no sólo en las crónicas de la conquista de fray Bernardino de Sahagún, sino también en códices aztecas y en estudios antropológicos, mediante hallazgos de restos humanos hervidos, e incluso, marcas de dentaduras de diferentes tamaños (y por ende, de diferentes tamaños de personas, lo cual demuestra que niños y ancianos también participaban de la ingestión de carne humana).
Así que la carne que en nuestro tradicional pozole sustituye a la carne humana, es la del cerdo, ese alimento introducido por los españoles, y que marca el inicio del mestizaje gastronómico, pues cuando Hernán Cortés celebra la victoria de la conquista en su casa de Coyohuacan (Coyoacán, como lo conocemos ahora), lo hace con cerdos y vinos que le llegaron de España, pero al no llegar ni harina ni trigo con que elaborar pan (el cultivo de trigo se iniciaría con tres granos que encontraron en un saco de arroz), se sirvieron del pan de maíz, es decir, las tortillas, que formaban parte de la alimentación habitual de los nativos de las tierras conquistadas (ahora sí que, literalmente, a falta de pan, tortillas, como reza el refrán). Así, a la par que el mestizaje entre razas se gestaba, con la unión de Cortés y Malitzin, los tacos de carnitas eran el inicio del que se daba entre las gastronomías española y azteca. Y dicen algunos, que el cerdo tiene el sabor más parecido a la carne humana (no quiero ahondar en como es que lo saben, pero nos toca creerles, pues a diferencia de lo que narraba Diego Muñoz de aquella época, ya no hay carnicerías públicas comercializando con carne humana, así que ni como saber si nos dan gato por liebre).
El maíz es tan inherente a la historia y al desarrollo de las culturas mesoamericanas, que amerita un post aparte, pero de los alimentos tradicionales que desde el imperio azteca están presentes, los tamales son de los más apreciados, además de protagonistas de un episodio de la época virreinal: la primera celebración de la navidad en la Nueva España. En la comarca lagunera, en Coahuila, confluyeron las misiones de jesuitas y franciscanos, cuyas tradiciones se combinaron para establecer ritos comunitarios como "el acostamiento" y "la levantada" del Niño Dios; en temporadas navideñas, entre pastorelas y nacimientos (belenes), los laguneros se organizaban para designar a un padrino para que se encargara de desvestir a la figura de cerámica representativa de Jesús y colocarla en el pesebre, semanas después, en el día de la Candelaria, se encargará de levantarlo, vestirlo y llevarlo a bendecir a la iglesia. Tanto al acostarlo como al levantarlo, se acostumbra convidar a los asistentes a un convite gastronómico, consistente en tamales, buñuelos y atole. Los tamales son envoltorios de masa de maíz cocidos al vapor, rellenos de guisados o frutas almibaradas, o como dice el dicho: hay de chile, de dulce y de manteca. Los buñuelos son frituras de harina, bañadas de azúcar y canela, o de jarabe de maíz. Si te dan atole con el dedo (como dice el dicho de cuando te manipulan con un poco de lo que te prometieron), lo que te dan es maíz cocido, molido y desleído en agua, y los aztecas lo tomaban todos los días, era lo que los ayudaba en las pesadas jornadas en el campo. Pero para acompañar los tamales, nada mejor que ese atole sea champurrado, un atole endulzado con piloncillo y aderezado con polvo de cacao, que se agrega cuando la temperatura del líquido está, literalmente, como agua para chocolate.
El chocolate era un privilegio de los poderosos del México prehispánico, quienes lo consumían en agua; los sacerdotes lo bebían como parte de sus rituales místicos y Moctezuma lo bebía en copas de oro, endulzado con miel. Los españoles lo llevaron a Europa y cambiaron con eso la gastronomía de países como Francia y Suiza, quienes a su vez transformaron la manera de consumirlo, convirtiéndolo en la popular golosina que ahora reina a nivel mundial.
En la época virreinal fue cuando el consumo del chocolate se democratizó, aunque eran los recipientes lo que distinguía a las clases sociales: en las tertulias de las casas de gran linaje se servía en piezas de loza exquisitamente adornadas (incluso se hicieron vasijas especiales, llamadas "bigoteras", para evitar el residuo de espuma sobre los labios), en las casas más humildes en bonitos jarritos de barro, y en algunas partes de la costa, en cáscaras de coco seco, bien pulidas. Su consumo se hacía a toda hora, se llegó a convertir en una regla de cortesía convidar una taza a los invitados, y considerar que después de una cena, el servicio de chocolate con churros acercaba el momento de la despedida; otro dato curioso es que con tal de no privarse de todo el placer que se podía obtener, el virrey Mancera aceptó en la etiqueta social novohispana el poder sopear el pan dentro de la bebida.
En los conventos había espacios destinados especificamente para su consumo, llamados "chocolateros", donde se recibía a autoridades eclesiásticas y donadores importantes, quizá de ahí el dicho de Las cuentas claras y el chocolate espeso. Fueron las monjas de los conventos donde se estableció la forma de tomarlo aderezado con vainilla, canela y leche, batiéndolo para que estuviera muy espumoso (si así como lo mueve, lo bate... ¿habrá pensado algún cura, en esos tiempos en que romper el celibato no era tan oprobioso?). El chocolate en los conventos no sólo se convirtió en el mayor placer sibarítico en las austeras vidas de sus habitantes, sino incluso llegó a ser prohibido su consumo y hasta se incluyó en los votos de pobreza de la orden del Carmen.
Ya contamos como fue una taza de chocolate la que acompañó a la discusión de la mañana en que se dio el Grito de la Independencia, entre Hidalgo, Aldama y Allende (pero permítanme el gusto de repetir lo que le dijo Aldama al cura: "¿Quieres tomar chocolate cuando el cuello pende de un mecate?"... o como dicen en mi pueblo:
el horno no está para bollos); pues ahora les cuento de cuando el cura Hidalgo estaba esperando su fusilamiento: en su desayuno final pidió chocolate, tal como era su gusto en las tertulias que organizaba antes de iniciar la gesta histórica, y al ver que se lo llevaban muy desleído, reclamó -no sin cierto humor negro- si porque le iban a quitar la vida le daban menos leche. Así, el chocolate protagonizó el período histórico de la lucha independentista con Hidalgo al frente, pero no sería la única vez que hubo un protagonismo gastronómico en esa lucha.
Dicen las que saben, que
a un hombre se le conquista por el estómago. Así lo pensaron también las religiosas agustinas del convento de Santa Mónica, pues para agasajar por su día de su santo, y por su paso por la ciudad de Puebla de los Ángeles a Don Agustín de Iturbide, al frente del Ejército Trigarante (ya firmados los Tratados de Córdoba con que se daba por terminada la lucha de la Independencia), le hicieron un platillo singular, que dijeron inventaron especialmente para él: los deliciosos y emblemáticos chiles en nogada. La realidad es que esas monjitas pecaban de traviesas y de lambisconas, pues hay registros de casi un siglo atrás de que ese platillo ya se realizaba, pero la obsequiosidad de las monjas y el imperial ego del héroe patrio cimentaron la leyenda del sabroso origen, que ahora ya se da por hecho. Lo que sí es verdad, es que fue en los conventos donde se consolidó de exquisita manera el mestizaje gastronómico de las dos culturas, aprovechando los ingredientes de las dos tierras. Así, los nativos tomates, chiles, cacahuates, cacao, guajolotes, quelites, aguacates y maíces, se amalgamaron con el cerdo, la piña, las naranjas, el limón, las especias, el trigo y los productos de ganados europeos (por mencionar sólo algunos); de esa forma nacieron los moles, los flanes, los consomés y los dulces típicos, entre muchas otras delicias que ahora nos son tan familiares. En los últimos meses del verano, las peras, los duraznos, las manzanas y las granadas abundaban en las copas de los árboles en los huertos, así que se usaban unos para el relleno, y otras para el adorno de los chiles desvenados y bañados en salsa de nuez, lo cual resultaba en un platillo que era casi un postre (las carnes se agregarían a la receta con el transcurso de los años, como una variante). Lo que sí hicieron las monjitas agustinas fue hacer referencia a los colores de la nueva bandera trigarante, cuyos colores simbolizaban cada una de las tres garantías: el blanco era la pureza de la religión católica; el verde, la independencia política, y el rojo, la unión de todas las poblaciones de la nueva nación, incluidos indios, mestizos, criollos y peninsulares; las monjas completaron el aspecto tricolor del chile relleno servido en un fino plato de talavera, agregando sobre la blanca salsa de nuez, y al lado de los granos rojos de la granada, un poco de perejil picado. (Y podemos ver que desde entonces, las relaciones de la iglesia con el próximo emperador, eran tan cordiales como
ahora).
Y bueno, como dicen por ahí:
ya comí, ya bebí, ¿qué hago aquí?... y
como a todo mal mezcal, y a todo bien, también, pues,
ahora es cuando, chile verde, le has de dar sabor al caldo, que
a comer y a la cama, una vez se llama.