martes, 19 de febrero de 2013

El Taller de Lectura


La casa era amplia y siempre estaba iluminada, dos enormes ventanas dejaban entrar la luz solar a la estancia principal, el tapiz aperlado reflejaba su luz en las zonas más escondidas, y si era de noche, las decenas de cristalitos de las lámparas lanzaban destellos de color hacia todos lados. Era una casa agradable, no sólo porque estaba recién remodelada y decorada, lo que la hacía parecer nueva, sino sobretodo, porque estaba siempre limpia. Impóluta. 

Cuenta la leyenda, que una vez una vendedora de productos de limpieza llegó a esa casa con la intención de vender su producto estrella: un limpiador multiusos que arrasaba con el cochambre, el moho, el sarro y las manchas percudidas en los más aviesos rincones. 

-Ya ve que siempre hay una manchita que no podemos quitar por más que tallamos y remojamos-, aseguró  esa vendedora a la joven ama de casa, con conocimiento de causa y seguridad a prueba de toda duda.

Pero la joven señora vestida con extrema sencillez la miró extrañada antes de negar con la cabeza: No, en esa casa no había ninguna. Volvió a negar cuando la vendedora insistió que si la dejaba pasar le mostraría como desmancharía detrás del inodoro, alrededor de las coladeras, las paredes alrededor de la estufa, bueno, hasta la estufa misma en sus parrillas y hornos: No, la señora no tenía ese tipo de problemas en ninguno de esos lugares. Pero ante la insistencia casi impertinente de la vendedora la dejó pasar, y la acompañó detrás de ella a todos esos lugares para que comprobara, sorprendida, que no había ninguna mancha en todo lugar que buscó, incluyendo el fondo de las ollas de aluminio o de los sartenes de peltre, en el piso de la zotehuela, detrás de la lavadora, o en los barandales de la escalera del jardín. No había mugre acumulada en esa casa, y con derrota, pero con admiración, le dijo a la señora que nunca le había pasado no encontrar dónde limpiar para demostrar su producto.

Y es que mi mamá se levantaba antes de las cinco de la mañana y se dormía pasaditas de la medianoche para no dejar ninguna parte de la casa sin limpiar, a pesar de los seis hijos que le exigían comida, ropa limpia (y bien planchada), y atención constante; a pesar, también, de tener dos perros de pelo negro e hirsuto, y un gato que resultó ser gata, y que descubrió su verdadera identidad cuando quedó preñada con cuatro hermosos gatitos pintos. Y encima un marido tirano, eternamente malhumorado, y tan exigente como injusto, pues cuando él llegaba cansado de trabajar, y hallaba una falla en el servicio (porque en realidad lo que mi madre le brindaba era un servicio, incondicional y sin paga), se la reclamaba rematando invariablemente al final: "Si no haces nada, ¿cómo no puedes hacer esto bien?".

Cuando las hijas de en medio alcanzaron la pubertad, comenzaron a ayudar un poco en los quehaceres domésticos, con pequeñas tareas que luego tenía que corregir... la hija mayor no, porque era la consentida del papá y estaba exenta de toda molestia, y la hija menor tampoco, porque era la consentida de todos los demás y aparte era realmente pequeña, aunque a veces lograba convencer a su madre de que le dejara lavar las tazas de plástico o sus calcetas, y entonces terminaba empapada de pies a cabeza y la mamá le decía: "No, no me conviene que me ayudes porque te enfermas y me sale más caro el caldo que las albóndigas", así que la pequeña malbichita también quedaba al margen del quehacer y se dedicaba a bailar y cantar a su alrededor mientras ella terminaba de lavar la ropa, con los brazos hundidos en la espuma jabonosa hasta los codos y la voz en cuello cantando sobre golondrinas, palomas negras y pajarillos pecho amarillo. Porque mi mamá cantaba siempre que lavaba algo. Así supe yo de historias como la del preso número nueve, que era un hombre muy formal, pero que un día mató a su mujer y a un amigo desleal. Cuando mi mamá planchaba o cosía oía radionovelas. Así supe yo de Kalimán y Rarotonga. Y una vez a la semana, después de comer, leía un poco, antes de continuar con la faena diaria y la merienda. Así supe yo del total placer de la lectura.

Y no nada más yo, sino que antes de mí, todos mis hermanos, incluida la mayor aunque no era su consentida y en todo lo demás parecía estar en su contra. Pero no había excepciones cuando nos recostábamos a su alrededor, en su amplia cama nueva, en su recámara remozada, cuando ella llegaba con la adquisición semanal de material de lectura. Todos cabíamos en esa cama alternándonos a su lado, o con la cabeza sobre su abdomen. Alternábamos también los pequeños tomos que devorábamos golosamente, recomendando a otro algún título o comentando el que teníamos entre manos, sorprendidos por un giro de la trama. A veces nos peléabamos por la adquisición más reciente, o esperábamos ansiosos que otro lo terminara de leer, para pedirlo (haciendo "cola" a veces, es decir, estableciendo un orden para poder acceder a tenerlo entre las manos, reclamando si alguien adelantaba algo de la trama o el final). Pero mi mamá ponía fin a toda discusión proporcionándonos algún otro título, no tan nuevo pero sí entrañable, del que nos resumía su historia o describía las características de sus personajes, interesándonos. 

A veces esas recomendaciones abrían el debate sobre las motivaciones de los protagonistas, sobre las costumbres retratadas o sobre las implicaciones morales de sus actos. Todos teníamos una opinión y mi mamá nos alentaba a externarla, moderando las intervenciones cuando uno se exaltaba de más o chocaba con una contraria. Eso también pasaba cuando mi papá era el que alentaba los debates cuando él moderaba las lecturas, la diferencia es que él no buscaba conciliar, ni era tan justo al conceder validez a las opiniones, tampoco se hacían en la cama de su habitación (la más grande y cómoda), sino en la mesa, tras el desayuno dominguero cuando nos leía el periódico en voz alta sin tolerar ninguna interrupción, y luego nos obligaba a comentar lo que había leído, invariablemente de la sección de Política. Rara vez aprobaba lo que decíamos, tampoco respetaba los desacuerdos que se tenían con él, lo que provocaba discusiones ríspidas que amargaban el resto del domingo (y de la vida, en ocasiones). 

Quizá por eso las tertulias con lecturas de sobremesa eran mejores sin él, periódicos y revistas eran analizados entre risas, bromas, sarcasmos e ironías, cuando los hermanos discutíamos sobre espectáculos, cine, programas de televisión, farándula, cultura o arte. El ingenio y la acidez eran celebrados y no pocas veces se originaban competencias para ver quien tenía la lengua más ágil y venenosa, en duelos verbales que rayaban las faltas de respeto, pero que se aligeraban con alguna carcajada ante una respuesta más pronta y lúcida. Pero nunca logramos por nosotros mismos, la armonía y la convivencia que mi mamá tenía en sus propios talleres de lectura. Tan espontáneos como concurridos. Porque vaya que tenían convocatoria.

Y eso que en la casa se leía siempre, y siempre géneros distintos, de acuerdo a cada personalidad adolescente y prepúber. Además de las lecturas escolares, que se ampliaron a medida que unos pasos se extendieron a los planteles del CCH, radicalizándose; o al colegio privado en que la consentida quiso cursar la preparatoria, moralizándose; o al centro cultural en el que el más bohemio se internó en el mundillo de las artes escénicas, sublimándose, en la casa siempre hubo una biblioteca extensa y rica que mi papá se preocupó en alimentar con sus intereses sobre la historia y el análisis social, además de una preocupación genuina por dotarnos de clásicos literarios. Pero nunca fue tan extensa su biblioteca como la de mi mamá. Ni tan conocida. Porque leímos y releímos cada tomo, exprimiendo cada emoción que podía provocar. Y anhelábamos el nuevo título con que iba a enriquecerse, ya sea nuevo o viejo, porque ante nuestra avidez ella se internó a buscar anteriores títulos, con la misma dedicación que muchos lectores irredentos se adentran en librerías "de viejo" a buscar libros de tapas desgastadas y lomos desleídos, atesorando títulos desconocidos y novedosos. Y era cuando se daban esas tardes felices de lecturas bajo su regazo, cuando llegaba cargada de bolsas repletas de más ejemplares de El Libro Semanal.

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