sábado, 1 de marzo de 2014

Tristesse


 No, no estoy triste, aunque debiera estarlo, quizá.

No quiero dejar pasar el aniversario de nacimiento de Chopin, aquí ya hablé de él, en su bicentenario y un año antes. Aunque el documento oficial de su partida de nacimiento tiene el 22 de febrero, la de hoy es la fecha que realmente él y su familia aceptaban como verdadera.

A mí su música me transporta a otro estado, es raro, no es sólo que me guste y ya, ni siquiera soy realmente conocedora, pero me toca fibras internas que ignoro por qué son tan sensibles a sus notas. Especialmente esta pieza, popularmente conocida como Tristesse o Nocturno, que incluso le han puesto letra y alguna vez les compartí con una inmejorable interpretación de Nina Koshetz.

Bueno, pero les decía: no estoy triste... es tan raro en mí eso. Y sin embargo, ahora me es tan natural no estarlo, como si no hubiera sido durante cuatro décadas mi característica principal la melancolía, la depresión continua. Raros que somos los humanos. Me sentía tan orgullosa de vestir esa eterna tristeza, a veces tan elegante como una saudade. Por lo menos ahora debía sentirme extraña vestida de sonrisas, pero no.

Aunque escucho a Chopin y me acuerdo de cuando esa tristeza, de por qué y de cómo se siente. Y la extraño un poquito y casi creo sentirla.

Un día, haciendo labores domésticas, puse un disco compacto que me regaló la única persona que coincidió conmigo en el amor (me amaba cuando yo lo amaba, coincidencia inusual). Era una selección de varias piezas conocidas de la llamada música clásica. Y cuando comenzaron estas notas me detuve en mi labor y me incorporé, tuve que mirar el aparato del que salía la música, como para comprobar que era un artilugio automatizado y no el compositor detrás del piano... y me tuve que sentar en los escalones que limpiaba unos segundos antes, incapaz de soportar tanta emoción, mientras me corría una lágrima por la mejilla. No sé a que se deba esta conexión con esta pieza. Ni con este compositor. Es como si lo hubiera conocido.

Más raro todavía si se suma la identificación que siento desde niña con la figura de George Sand. Y con la broma que un día le hice a esa persona con la que coincidí en el amar, al verlo con su gabardina y su melena a merced del viento, y le dijera: "Me recuerdas a Chopin". Como si lo hubiera conocido... como si lo hubiera amado como lo amaba a él.

Si fuera valiente afrontaría aquí el tema de la resurrección, que explicaría tantas cosas... menos a mí, que soy tan escéptica, y como tendría que definirme por una postura y además conflictuarme con un tema que no soy capaz de abordar con la seriedad que requieren sus adeptos, pues mejor me voy hacia otro que es mucho más fácil de tratar:

"Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme". (Stendhal, 1817) 

Stendhal fue un seudónimo que usó el escritor francés Henri-Marie Beyle en su libro Napolés y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio. Y fue retomado por la psiquiatra y psicoanalista Graziella Magherini, directora del Departamento de Salud Mental de Florencia y del Servicio Psiquiátrico del Hospital de Santa María Nuova, cuando observó cuadros breves e intensos de manifestaciones somáticas que surgían en personas, generalmente turistas, durante sus visitas a algún lugar artístico. 

El Síndrome de Stendhal es definido como la reacción romántica ante la acumulación de belleza y exhuberancia del goce artístico.

A mí me pasa con la música, no sólo con la clásica (aunque sí es más común con ella). Me pasa también con la pintura, y a veces me ha pasado con la danza. Soy tan fácil de hacer llorar y de hacer volar. Una vez me dejé impactar con un cuadro en el Jardín del Arte en San Ángel, que lo único que tenía era varios matices de rojo, pero que para mí era como una puerta a otra dimensión, una ventana a otro mundo. El precio me devolvió a la realidad -je-. Mi tacañez (más bien mi pobreza) me ha hecho andar por la vida y por pasillos de museos en busca de esos tonos y esa sensación otra vez. 

Me encanta ver bailar. Me gusta bailar, pero yo soy de moverme al compás de las guarachas sabrosonas, nomás. Pero ver bailar... me sublima. La capacidad que tienen otros cuerpos no sólo de elevarse a sí mismos sino de llevarme a mí también sobre sus hombros, sin perder ligereza, me hace volar a mí también. Son las tres artes que más me gustan. Aún por encima de la literatura, que alguna vez ambicioné crear, y que alguna vez me llenó leer. 

Pero me pasa más con la música. Un instrumento, una voz, una melodía... me hacen volverme tan ligera, como esa bolsa de plástico a merced del viento que sale al final de la película Belleza Americana.

Y en especial Chopin me vuelve tan vulnerable al viento, vibrante y feliz, como si de una bolsita de Soriana, de esas que han sido vaciadas de las despensas de 500 pesos, se tratara. Valga entonces esta entrada improvisada para conmemorar su 204 aniversario.


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