Voz sepia

A mi tu muerte me dejó drenada;
tal vez porque empecé a llorar tu ausencia aún antes de que se hiciera física; las flores que pisoteaste en mi jardín diminuto; la ira que estrellabas en las paredes,
dejando entre los de vidrio y porcelana, trozos de niña encogida de miedo.

A veces sentía que te odiaba;
que tu voz era veneno y tus ojos, bengalas; lava derramada sobre sonrisas de cera; palabras que no lograron elevarse al viento. Igual con tus labios que con la palma abierta, repelías mi mejilla con descargas eléctricas.

Entonces sabía que te odiaba;
mi mente envenenaba tu café en las mañanas, cuando la vida me fijo un turno para cuidarte
y devolverte el daño; hartos de querernos por convenio, desgastamos el perdón y los comienzos desde cero.

Tu muerte no parecía un castigo,
sino el alivio anhelado por ambos. Y la tierra no se abrió. Sólo la noticia seca y envejecida,
sin drama. Sin sorpresa. Sin sollozos inmediatos. Fue a medida que se agruparon los segundos, que el dolor también se fue engarzando a los meses,
a los años.

Hoy tu muerte ya es sofocante;
no supiste nunca cuanto agradecía tu sonrisa desdentada, no sabrás jamás cuanto soy capaz de extrañar tu sombra, tus pasos cansados. Paso mis manos por los muros que tocaste, recogiendo las caricias que no te di.

No es con llanto que te lloro,
es con insomnio y culpa; con ahogo, con tristeza;
con el homenaje silente de mis noches presas de ti.