Vientos de libertad, sangre combativa.
Mira hermano en qué terminaste por pelear por un mundo mejor.
...Qué suenan. Son balas. Me alcanzan. Me atrapan. Resiste...
Matador, Los Fabulosos Cadillacs.
Creo que si no había escrito antes su historia fue porque estaría inconclusa. Tantas dudas tenía sobre sus motivos... y sus motores.
Cuándo él se fue pensé que me abandonaba, y fue que me estaba salvando.
Así era él... un salvador
(lo tenía escrito en la frente).
Explicarlo sería extenuante, explicarme a mí sería inútil. Tendría que contar tantos detalles, porque si no sólo sería la historia de unos locos. Una historia loca de unos desquiciados. Que se enfermaban mutuamente.
Eso sería muy cercano a la realidad. Pero faltaría lo inverosímil, lo inaudito.
Lo inédito.
No estoy para misterios pero realmente no puedo contarles mucho, más que decirles que mi vida, que mis vivencias, son inusuales. Poca gente vive tan a la orilla del abismo como yo. Y no porque sea aventurera o temeraria, ni siquiera estrafalaria, ni siquiera extravagante... bueno, ni siquiera realmente divertida. Sólo inconsciente. Agraviosamente inconsciente
(como en esos videos de muertes tontas, esas que podrían ganar un Premio Darwin).
Y de esas cosas que simplemente no puedo contarles, está este luto inacabado, este duelo que no tuve.
No me ha tocado enterrar a mis muertos (cosa curiosa). No es una frase que aspira ser literaria. Es la verdad. Tengo lutos sin exequias. No hay una urna que albergue cenizas y lágrimas, que lapide los recuerdos. Ellos han quedado ahí, al vuelo, como fantasmas de un pasado que se aferra a mis días presentes. Que no regresan porque, simplemente, nunca se han ido.
Él ha estado ahí siempre. Incluso cuando por fin se fue. Cuando realmente se fue. Porque la ausencia que lloré fue apenas, simulacro. Una broma burda. Más al final sí terminó haciéndose realidad, como todo lo que yo finjo. Porque han de saber que dejé de ser mitómana cuando comprobé que las que se hacían realidad eran mis mentiras.
Yo mentí sobre él, para justificar mi gran dolor. Y palabra a palabra mis mentiras se fueron cumpliendo.
Así fue que finalmente murió. Tras convertirse en lo que yo dije que era.
¿Qué camino le quedaba sino la muerte?
(Un día escribí esto:
Andar debajo la noche. Andar sobre la ciudad. Andar en busca de tumbas para, después de escribir que has muerto, poder enterrar tu nombre.
Y ya, ya puedo desandar las noches)
También yo me convertí en lo que mentí que era. La verdad nunca me alcanza, pero mis mentiras siempre esperan por mí.
Hoy también soy lo que él esperó que fuera. Por lo que se sacrificó. Las dos mentiras conviven, persisten.
Quizá ese sea mi homenaje a él.
Vivir por lo que él murió. Aunque eso también me mate.
Fue él, por cierto, quien me hizo escritora... y más que escritora, bloguera. Porque la larga e intensa batalla epistolar era en realidad un posteo de nuestras cotidianidades, la crónica de nuestras distancias. El intercambio de misivas -ensayos sobre la mutua ausencia- nos acercaba cuando no podíamos estar físicamente juntos. Hasta que un día no quiso recibir la última. Su motivo fue tajante: no podía conservarla, no quería tenerla para después tirarla. Fue cuando supe que realmente se había acabado todo. Aunque viví en el error de creer que era por desamor. Yo no volví a escribir, pero él sí siguió escribiendo. Sólo que ya no me envió ninguna.
No quiero desestimar ningún sentimiento, ninguna relación. Pero hay amores más grandes que otros.
Y están los que son gigantes.
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